Texto: Abraham Coco.
Fotografía: Jose Manuel Casado.

A la procesión se llega por el Patio Chico. Después comienza el ritual previo para vestirse: se amasa el capirote hasta devolverle sus cónicas maneras. Se aprieta el fajín que hace de báscula anual infalible. Se descalzan los pies para que se reencuentren con el esparto. Se cuelga la medalla que condensa la cara y la cruz de los porqués. De ese modo, cuando anochecía el Miércoles Santo hicimos otra vez de la Catedral un hormiguero de fe viva. Y al abrirse el portón, como luciérnagas de hachón, incienso y sonidos, nos dirigimos hacia Tostado.
Antes se reza. El padre Tomás nos abraza con su regañina futbolera. El alcalde reclama silencio a los testigos. El obispo nos lo demanda a los de dentro. Y con la campana al frente, esta vez sin nubes en lo alto, desde Anaya hasta Plaza Mayor en una madrugada sofocante.

Cuentan los que lo vieron desde fuera, que hubo orden ameno, que el discurrir resultaba agradable. Y así la fe se contagia mejor. Clavado a hombros, el Cristo de la Agonía Redentora rumbo a Santa Isabel, que en 2013 no logró verlo. La banda ensayada para la ocasión. Yacido también a hombros, con sones militares, cerraba el cortejo con saludable overbooking de cirineos. Bendito dilema el del jefe de paso al que le sobran arimateos para la procesión.
Sin sobresaltos. Sin estridencias. Con lenta agilidad, el camino avanzó para hacerse Trilogía de la Pasión. Y el Crucificado, niño en los ojos de la poeta emocionada. Tanto como las monjas agradecidas con su oración y su cántico. Entonces, Bordadores y el evangelio entre copas. Que ningún momento es malo para recordar, aunque atonte la cogorza, quién es luz en la madera.
De la procesión se sale de mil maneras. El pequeño que abandona en el convento. El mayor que se refugia en Mater mea por las naves del templo. El que sale apresurado porque en pocas horas amanece otra jornada laboral. O el entusiasta grupo que desmontará y confraternizará en un desayuno con apariencia de majestuosa degustación de postres sin que falten el arroz con leche y las torrijas. Larga vida a esos momentos. Pero antes de Calderón y la puerta del Obispo, está la soledad sublime de Compañía sin el frío acostumbrado, y la doradísima Libreros, por donde es un privilegio pasar del modo en que lo hacemos y todo dolor afloja.